La corrupción es, sin dudas, una de las mayores preocupaciones de la sociedad global en la actualidad. Ni siquiera la pandemia que el mundo está sufriendo, con sus secuelas de muertes y parálisis económica, logra evitar esa preocupación, quizás agudizada al advertirse que la corrupción también está presente en las compras vinculadas a la crisis sanitaria mundial.
Hace ya tiempo que crecen la toma de conciencia y la consecuente demanda de la sociedad de tomar medidas activas y efectivas para detener, o, al menos para amortiguar los efectos de este flagelo. El hecho es que la corrupción no sólo entraña una reprochable conducta ética, sino que significa aumentar la pobreza y la desigualdad en el mundo al destinar fondos públicos para beneficios privados, limitando los recursos destinados al bien común. Y no sólo debilita la democracia y el Estado de derecho, al eludir las normas básicas de la convivencia social, sino que provoca un incumplimiento y un descreimiento generalizado de esas normas, potenciando el individualismo y la cultura del atajo y del “sálvese quién pueda”.
Esta demanda de combatir la corrupción, que se ha ido incrementando, no es nueva. En el año 1996, más de treinta países nucleados en la Organización de los Estados Americanos (OEA) se hicieron eco de ella y suscribieron la Convención Interamericana Contra la Corrupción (CICC), que la República Argentina ratificó por medio de la ley 24.759, publicada en el Boletín oficial el 17 de enero de 1997. Y en nuestro país se crearon organismos específicos para prevenirla y denunciarla, como la Oficina de Ética Pública, inicialmente, y la Oficina Anticorrupción después, ambas en la década de los noventa.
La corrupción es, sin dudas, una de las mayores preocupaciones de la sociedad global en la actualidad.
Abogado, Dr. en Cs. Políticas, Presidente de la Comisión de Seguimiento del Cumplimiento de la CICC, Presidente del Comité contra la Corrupción de la FIA y exdiputado de la Nación.